Mario Vargas Llosa
Foto: http://www.6topoder.com
PIEDRA DE TOQUE. Lo más fácil e hipócrita es atribuir el
asesinato de Daniel Zamudio a cuatro bellacos que se autodenominan neonazis.
Ellos no son más que la avanzadilla repelente de nuestra tradición homófoba.
Mario Vargas Llosa, 8 ABR. 2012. La noche del tres de marzo
pasado, cuatro “neonazis” chilenos, encabezados por un matón apodado Pato Core,
encontraron tumbado en las cercanías del Parque Borja, de Santiago, a Daniel
Zamudio, un joven y activista homosexual de 24 años, que trabajaba como vendedor
en una tienda de ropa.
Durante unas seis horas, mientras bebían y bromeaban, se
dedicaron a pegar puñetazos y patadas al maricón, a golpearlo con piedras y a
marcarle esvásticas en el pecho y la espalda con el gollete de una botella. Al
amanecer, Daniel Zamudio fue llevado a un hospital, donde estuvo agonizando
durante 25 días al cabo de los cuales falleció por traumatismos múltiples
debidos a la feroz golpiza.
Este crimen, hijo de la homofobia, ha causado una viva
impresión en la opinión pública no sólo chilena, sino sudamericana, y se han
multiplicado las condenas a la discriminación y al odio a las minorías
sexuales, tan profundamente arraigados en toda América Latina. El presidente de
Chile, Sebastián Piñera, reclamó una sanción ejemplar y pidió que se activara
la dación de un proyecto de ley contra la discriminación que, al parecer, desde
hace unos siete años vegeta en el Parlamento chileno, retenido en comisiones
por el temor de ciertos legisladores conservadores de que esta ley, si se aprueba,
abra el camino al matrimonio homosexual.
Ojalá la inmolación de Daniel Zamudio sirva para sacar a la
luz pública la trágica condición de los gays, lesbianas y transexuales en los
países latinoamericanos, en los que, sin una sola excepción, son objeto de
escarnio, represión, marginación, persecución y campañas de descrédito que, por
lo general, cuentan con el apoyo desembozado y entusiasta del grueso de la
opinión pública.
Lo más fácil y lo más hipócrita en este asunto es atribuir
la muerte de Daniel Zamudio sólo a cuatro bellacos pobres diablos que se llaman
neonazis sin probablemente saber siquiera qué es ni qué fue el nazismo. Ellos
no son más que la avanzadilla más cruda y repelente de una cultura de antigua
tradición que presenta al gay y a la lesbiana como enfermos o depravados que
deben ser tenidos a una distancia preventiva de los seres normales porque
corrompen al cuerpo social sano y lo inducen a pecar y a desintegrarse moral y
físicamente en prácticas perversas y nefandas.
Esta idea del homosexualismo se enseña en las escuelas, se
contagia en el seno de las familias, se predica en los púlpitos, se difunde en
los medios de comunicación, aparece en los discursos de políticos, en los
programas de radio y televisión y en las comedias teatrales donde el marica y
la tortillera son siempre personajes grotescos, anómalos, ridículos y
peligrosos, merecedores del desprecio y el rechazo de los seres decentes,
normales y corrientes. El gay es, siempre, “el otro”, el que nos niega, asusta
y fascina al mismo tiempo, como la mirada de la cobra mortífera al pajarillo
inocente.
En semejante contexto, lo sorprendente no es que se cometan
abominaciones como el sacrificio de Daniel Zamudio, sino que éstas sean tan
poco frecuentes. Aunque, tal vez, sería más justo decir tan poco conocidas,
porque los crímenes derivados de la homofobia que se hacen públicos son
seguramente sólo una mínima parte de los que en verdad se cometen. Y, en muchos
casos, las propias familias de las víctimas prefieren echar un velo de silencio
sobre ellos, para evitar el deshonor y la vergüenza.
Aquí tengo bajo mis ojos, por ejemplo, un informe preparado
por el Movimiento Homosexual de Lima, que me ha hecho llegar su presidente,
Giovanny Romero Infante. Según esta investigación, entre los años 2006 y 2010
en el Perú fueron asesinadas 249 personas por su “orientación sexual e
identidad de género”, es decir una cada semana. Entre los estremecedores casos
que el informe señala, destaca el de Yefri Peña, a quien cinco “machos” le
desfiguraron la cara y el cuerpo con un pico de botella, los policías se
negaron a auxiliarla por ser un travesti y los médicos de un hospital a
atenderla por considerarla “un foco infeccioso” que podía transmitirse al
entorno.
Estos casos extremos son atroces, desde luego. Pero,
seguramente, lo más terrible de ser lesbiana, gay o transexual en países como
Perú o Chile no son esos casos más bien excepcionales, sino la vida cotidiana
condenada a la inseguridad, al miedo, la conciencia permanente de ser
considerado (y llegar a sentirse) un réprobo, un anormal, un monstruo. Tener
que vivir en la disimulación, con el temor permanente de ser descubierto y
estigmatizado, por los padres, los parientes, los amigos y todo un entorno social
prejuiciado que se encarniza contra el gay como si fuera un apestado. ¿Cuántos
jóvenes atormentados por esta censura social de que son víctimas los
homosexuales han sido empujados al suicidio o a padecer de traumas que
arruinaron sus vidas? Sólo en el círculo de mis conocidos yo tengo constancia
de muchos casos de esta injusticia garrafal que, a diferencia de otras, como la
explotación económica o el atropello político, no suele ser denunciada en la
prensa ni aparecer en los programas sociales de quienes se consideran
reformadores y progresistas.
Porque, en lo que se refiere a la homofobia, la izquierda y
la derecha se confunden como una sola entidad devastada por el prejuicio y la
estupidez. No sólo la Iglesia católica y las sectas evangélicas repudian al
homosexual y se oponen con terca insistencia al matrimonio homosexual. Los dos
movimientos subversivos que en los años ochenta iniciaron la rebelión armada
para instalar el comunismo en el Perú, Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento
Revolucionario Tupac Amaru), ejecutaban a los homosexuales de manera
sistemática en los pueblos que tomaban para liberar a esa sociedad de semejante
lacra (ni más ni menos que lo hizo la Inquisición a lo largo de toda su
siniestra historia).
Liberar a América Latina de esa tara inveterada que son el
machismo y la homofobia —las dos caras de una misma moneda— será largo, difícil
y probablemente el camino hacia esa liberación quedará regado de muchas otras
víctimas semejantes al desdichado Daniel Zamudio. El asunto no es político,
sino religioso y cultural. Fuimos educados desde tiempos inmemoriales en la
peregrina idea de que hay una ortodoxia sexual de la que sólo se apartan los
pervertidos y los locos y enfermos, y hemos venido transmitiendo ese disparate
aberrante a nuestros hijos, nietos y bisnietos, ayudados por los dogmas de la
religión y los códigos morales y costumbres entronizados. Tenemos miedo al sexo
y nos cuesta aceptar que en ese incierto dominio hay opciones diversas y
variantes que deben ser aceptadas como manifestaciones de la rica diversidad
humana. Y que en este aspecto de la condición de hombres y mujeres también la
libertad debe reinar, permitiendo que, en la vida sexual, cada cual elija su
conducta y vocación sin otra limitación que el respeto y la aquiescencia del
prójimo.
Las minorías que comienzan por aceptar que una lesbiana o un
gay son tan normales como un heterosexual, y que por lo tanto se les debe
reconocer los mismos derechos que a aquél —como contraer matrimonio y adoptar
niños, por ejemplo— son todavía reticentes a dar la batalla a favor de las
minorías sexuales, porque saben que ganar esa contienda será como mover
montañas, luchar contra un peso muerto que nace en ese primitivo rechazo del
“otro”, del que es diferente, por el color de su piel, sus costumbres, su
lengua y sus creencias y que es la fuente nutricia de las guerras, los
genocidios y los holocaustos que llenan de sangre y cadáveres la historia de la
humanidad.
Se ha avanzado mucho en la lucha contra el racismo, sin
duda, aunque sin extirparlo del todo. Hoy, por lo menos, se sabe que no se debe
discriminar al negro, al amarillo, al judío, al cholo, al indio, y, en todo
caso, que es de muy mal gusto proclamarse racista.
No hay tal cosa aún cuando se trata de gays, lesbianas y
transexuales, a ellos se los puede despreciar y maltratar impunemente. Ellos
son la demostración más elocuente de lo lejos que está todavía buena parte del
mundo de la verdadera civilización.
Tomado de: http://www.ponteenmipiel.com/
Si bien la lucha hay que librarla en muchos y variados campos, el educativo y religioso son los mas importantes. La mayoria de los homofobos deben su condicion a la ignorancia, reforzada por las religiones. Cuando se logre hacer entender a las personas que la biblia mas que "inspirada" en Dios, fue escrita por seres humanos, como lo son hoy escritos muchos libros, y que fue redactada para controlar a la poblacion a traves del miedo, se habra dado un paso muy importante.
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