Mario Vargas Llosa
"Salir de la Barbarie"
Mario Vargas Llosa
Diario El País - 20 de Abril de 2014
El Perú tiene en estos días una oportunidad para dar un paso
más en el camino de la cultura de la libertad, dejando atrás una de las formas
más extendidas y practicadas de la barbarie, que es la homofobia, es decir, el
odio a los homosexuales.
El congresista Carlos Bruce ha presentado un proyecto de ley
de Unión Civil entre personas del mismo sexo, que cuenta con el apoyo del
Ministerio de Justicia, la Defensoría del Pueblo, de las Naciones Unidas y de
Amnistía Internacional. Los principales partidos políticos representados en el
Congreso, tanto de derecha como de izquierda, parecen favorables a la
iniciativa, de modo que la ley tiene muchas posibilidades de ser aprobada.
De este modo, el Perú sería el sexto país latinoamericano y
el 61 en el mundo en reconocer legalmente el derecho de los homosexuales de
vivir en pareja, constituyendo una institución civil equivalente (aunque no
idéntica) al matrimonio.
Si da este paso, tan importante como haberse por fin librado
de la dictadura y del terrorismo, el Perú comenzará a desagraviar a muchos
millones de peruanos que, a lo largo de su historia, por ser homosexuales
fueron escarnecidos y vilipendiados hasta extremos indescriptibles,
encarcelados, despojados de sus derechos más elementales, expulsados de sus
trabajos, sometidos a discriminación y acoso en su vida profesional y privada y
presentados como anormales y degenerados.
Ahora mismo, en el previsible debate que este proyecto de
ley ha provocado, la Conferencia Episcopal Peruana, en un comunicado cavernario
y de una crasa ignorancia, afirma que el homosexualismo “contraría el orden
natural”, “atenta contra la dignidad humana” y “amenaza la sana orientación de
los niños”.
El inefable arzobispo primado de Lima, el cardenal Cipriani,
por su parte, ha pedido que haya un referéndum nacional sobre la Unión Civil.
Muchos nos hemos preguntado por qué no pidió esa consulta popular cuando el
régimen dictatorial de Fujimori, con el que fue tan comprensivo, hizo
esterilizar manu militari y con pérfidas mentiras a millares de campesinas
(haciéndoles creer que las iba a vacunar), muchas de las cuales murieron
desangradas a causa de esta criminal operación.
El fanatismo religioso y el machismo causan atropellos y
sufrimientos en muchos ciudadanos
Hace algunos años, me temo, una iniciativa como la del
congresista Carlos Bruce (quien, dicho sea de paso, acaba de ser amenazado de
muerte por un fanático) hubiera sido imposible, por la férrea influencia que
ejercía el sector más troglodita de la Iglesia católica sobre la opinión
pública en materia sexual, y, aunque en la práctica el homosexualismo fuera la
opción ejercida por una franja considerable de la sociedad, este ejercicio era
riesgoso, clandestino y vergonzante, porque, quien se atrevía a reivindicarlo a
cara descubierta, era objeto de un instantáneo linchamiento público.
Las cosas han cambiado desde entonces, para mejor, aunque
todavía quede mucha maleza por desbrozar. Veo, en el debate actual, que
intelectuales, periodistas, artistas, profesionales, dirigentes políticos y
gremiales, oenegés, instituciones y organizaciones católicas de base se
pronuncian con meridiana claridad contra exabruptos homófobos como los de la
Conferencia Episcopal y los de alguna de las sectas evangélicas que está en la
misma línea ultra conservadora, y recuerdan que el Perú es constitucionalmente
un país laico, donde todos tienen los mismos derechos. Y que, entre los
derechos de que gozan los ciudadanos en un país democrático, figura la de optar
libremente por su identidad sexual.
Las opciones sexuales son distintas, pero no normales y
anormales según se sea gay, lesbiana o heterosexual. Y, por eso, gays,
lesbianas y heterosexuales deben gozar de los mismos derechos y obligaciones,
sin ser por ello perseguidos y discriminados.
Creer que lo normal es ser heterosexual y que los
homosexuales son “anormales” es una creencia prejuiciosa, desmentida por la
ciencia y por el sentido común, y que sólo orienta la legislación discriminatoria
en países atrasados e incultos, donde el fanatismo religioso y el machismo son
fuente de atropellos y de la desgracia y sufrimiento de innumerables ciudadanos
cuyo único delito es pertenecer a una minoría. La persecución al homosexual,
que predican quienes difunden sandeces irracionales como la “anomalía”
homosexual, es tan cruel e inhumana como la del racismo nazi o blanco que
considera a judíos, negros o amarillos seres inferiores por ser distintos.
La unión civil es, claro está, sólo un paso adelante para
resarcir a las minorías sexuales de la discriminación y acoso de que han sido y
siguen siendo objeto. Pero será más fácil combatir el prejuicio y la ignorancia
que sostienen la homofobia cuando el común de los ciudadanos vean que las parejas
homosexuales que constituyan uniones civiles conformadas por el amor recíproco
no alteran para nada la vida común y corriente de los otros, como ha ocurrido
en todos (todos, sin excepción) los países que han autorizado las uniones
civiles o los matrimonios entre parejas del mismo sexo.
Las apocalípticas profecías de que, si se permiten parejas
homosexuales, la degeneración sexual cundirá por doquier ¿dónde ha ocurrido?
Por el contrario, la libertad sexual, como la libertad política y la libertad
cultural, garantiza esa paz que sólo resulta de la convivencia pacífica entre
ideas, valores y costumbres diferentes.
No hay nada que exacerbe tanto la vida sexual y llegue a
descarriarla a extremos a veces vertiginosos como la represión y negación del
sexo. Sacudida como está por los casos de pedofilia que la han afectado en casi
todo el mundo, la Iglesia católica debería comprenderlo mejor que nadie y
actuar en consecuencia frente a este asunto, es decir, de manera más moderna y
tolerante.
Yo creo que eso es una realidad de nuestros días y que cada
vez más hay en el mundo católicos —laicos y religiosos— dispuestos a aceptar
que el homosexual es un ser tan normal como el heterosexual y que, como éste,
debe tener un derecho de ciudad, poder formar una familia y gozar de las mismas
prerrogativas sociales y jurídicas que las parejas heterosexuales.
La llegada al Vaticano del Papa Francisco comenzó con muy
buenos síntomas, pues los primeros gestos, declaraciones e iniciativas del
nuevo Pontífice parecían augurar reformas profundas en el seno de la Iglesia
que la integraran a la vida y la cultura de nuestro tiempo. Todavía no se han
concretado, pero no hay que descartarlo.
Todos recordamos su respuesta cuando
fue interrogado sobre los gays: "¿Quién soy yo para juzgarlos? " Era
una respuesta que insinuaba muchas cosas positivas que tardan en llegar. A
nadie —tampoco a los que no somos creyentes— conviene que, por su terca adhesión
a una tradición intolerante y dogmática, una de las grandes Iglesias del mundo
se vaya alejando del grueso de la humanidad y confinándose en unos márgenes
retrógrados.
Eso le está pasando en el Perú, por desgracia, desde que su
jerarquía ha caído en manos de un oscurantismo agresivo como el que encarna el
cardenal Cipriani y transpira el comunicado contra la Unión Civil de la
Conferencia Episcopal. Digo, por desgracia, porque, aunque sea agnóstico, sé
muy bien que, para el grueso de la colectividad, la religión siempre es
necesaria, ya que ella le suministra las convicciones, creencias y valores
básicos sobre el mundo y el trasmundo sin los cuales entra en aquel
desconcierto y zozobra que los antiguos incas llamaban “la behetría”, esa
desolación y confusión colectivas que, según el Inca Garcilaso, padeció el
Tahuantinsuyo en ese período en que pareció que los dioses se le eclipsaban.
Yo tengo la esperanza de que, contra lo que dicen ciertas
encuestas, la ley de la Unión Civil, por la que se acaban de manifestar en las
calles de Lima tantos millares de jóvenes y adultos, será aprobada y el Perú
habrá avanzado algo más hacia esa sociedad libre, diversa, culta
—desbarbarizada— que, estoy seguro, es el sueño que alienta la mayoría de
peruanos.
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